Un día en la Luna

Antes de que amanezca me levanto para ir a la escuela. Hace mucho frío y todo está oscuro. Mi vestimenta es un denso abrigo, un gorro de lana, lentes contra el viento que protegen mi cara, y una abultada bufanda que circunda mi cuello como una serpiente constrictora.

Abro la puerta de casa y me asalta una ráfaga de viento que me inmoviliza por unos instantes, hasta que logro mantenerme en equilibrio y acostumbrarme al mareo que significa caminar en este entorno repleto de nieve que me llega hasta las rodillas. Alzo mis pies lo más alto que puedo y penetro la profunda escarcha.

Veo a los transeúntes muertos de frío y vestidos como yo. Son miles los que a esta hora van a sus trabajos.

Llega el tren y lo abordo. La gente es vencida por el sueño y duerme, nadie tiene los ojos abiertos. A veces pienso que este tren no es más que un ataúd resguardado en una gran morgue, donde en nuestro letargo sólo esperamos el diagnóstico de la muerte.

***

Llego a mi destino. Pasan las horas y la nieve empieza a derretirse y se evapora a eso de las 11:30. La nubosidad imperante de la oscura mañana desaparece por el calor del ascendente sol.

Hace mucho calor y me veo obligado a quitarme todos los abrigos. Me quedo en ropa interior, sólo así soportaría el calor que domina estas horas.

Comienzo a sudar. Todos los demás padecen los mismos síntomas. Sudan y sudan; jadean y jadean, sacando la lengua como los perros.

‒¡Agua por favor! ‒gritaba uno a lo lejos.

Viendo que la situación se complica, me alejo de toda persona, ocultándome detrás de un salón de clases. De mi mochila saco una botella de agua que pensé que estaría fría, pero está caliente y con miras a evaporarse.

‒Es lo que hay. El agua es agua ‒pienso.

Bebo cuidando que nadie me vea. Lo hago porque muchos sedientos olvidan traer agua y no dudarían en quitármela, aunque me agredieran en el proceso.

El sudor que salpica mi piel se evapora, dejando al descubierto las sales. Se cristalizan, formando una leve capa blanquecina quebradiza que genera comezón en la epidermis. Los rayos solares se vuelven más intensos e irritan mi piel hasta que se pone roja y se descama como el gis.

Ante el evidente peligro que representa estar expuesto a esta radiación, corro en busca de la sombra de un árbol. Pero todos están ocupados por gente que no está dispuesta a ceder ningún pequeño espacio. Sin embargo, una muchacha se desmaya por deshidratación. Aprovecho la oportunidad y tomo su sitio, descansando del sol calcinante.

Podría sugerirse, razonablemente, que la saturación de personas se resolvería con facilidad si los estudiantes se confinaran en sus salones de clase. Pero esto resulta en extremo peligroso, principalmente porque en el reducido espacio de las aulas se acumula rápidamente el dióxido de carbono que genera nuestra respiración. Esto y la mala circulación del aire convierten los lugares cerrados en una cámara de muerte.

Otros no tienen la misma suerte, como los empleados que trabajan en oficinas de grandes edificios, quienes no pueden usar el aire acondicionado porque ello sobrecalentaría el equipo y provocaría un incendio capaz de consumir todo el inmueble, cosa que ya ha pasado.

***

Termina el periodo de la ola de calor. El cielo se ennegrece y cae una violenta lluvia que, en unos pocos minutos, inunda las calles y estaciones del tren, por donde va el transporte debajo del agua, como un submarino.

A este punto toda persona que aborda la línea del tren lleva puesto un traje de buceo. Cada que las puertas se abren, los pasajeros nadan para llegar a su destino. Salgo de la estación y la densa lluvia ha parado. En su lugar un fuerte viento advierte un nuevo peligro.

Corro lo más rápido posible a través de la avenida hasta llegar a mi casa.

Graniza en demasía. Pedazos de hielo enormes caen del cielo y tapizan la ciudad bajo una capa de inerte frialdad.

La temperatura desciende 10 grados cada hora, también la presión atmosférica. Me pongo un abrigo y ceno abundante grasa y carbohidratos para no morir de frío.

***

Escucho Las cuatro estaciones. No entiendo por qué tiene ese nombre tan extraño. Mi abuelo me contaba historias sobre el mundo que lo vio nacer. A veces pienso que mentía para confundirme. Según sus palabras este mundo es de locos, pero creo que es él quien lo está.

Por su parte, mis padres me aconsejan no creerle nada de lo que cuenta.

‒Recuerdo que el invierno iniciaba en diciembre y terminaba en marzo. La primavera le sucedía y terminaba en junio con el verano y éste hasta octubre con el otoño. Siempre era así.

‒No, papá. Sólo existen dos estaciones que corresponden a la temperatura que tiene el día. De las nueve de la noche hasta las once de la mañana es invierno. A esa hora, cuando se siente la ola de calor, inicia el verano.

‒Todo se fue al diablo. Ahora las noches son muy frías y los días son muy calientes. El mundo se ha vuelto irreconocible. Me recuerda a esa novela de H.G Wells, Los primeros hombres en la Luna. Sólo que no estamos en la Luna, sino en la Tierra ‒dijo mi abuelo.‒El que está en la Luna eres tú, viejo loco ‒le respondió mi padre.





Texto publicado en el N°10 de la revista Página Salmón (digital). Abril 2019. Disponible en: https://paginasalmon.com/2019/04/03/un-dia-en-la-luna-por-victor-andres-parra-avellaneda/?fbclid=IwAR35Zvoc5uAim6cFTg4cl7EQjhsAZurU1CLfp9ybBLm0jER6SM69swvH3ME

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